LA TIENDA DE CAMPAÑA
Cuando los padres de Samuel le dijeron que esas vacaciones se iría de campamentos, los ojos se le abrieron como tazones, el cuerpo se le irguió como un poste de teléfono y su cabeza comenzó a bullir. Desde ese mismo momento, Samuel, no dejó de imaginar cómo sería todo: el viaje, las actividades, las tiendas de campaña, los compañeros, la selección española de fútbol… Esto último era algo que desde que ganaron el mundial, pasara lo que pasara, no se le iba de la cabeza. A veces soñaba que Iniesta entraba en su habitación y le decía: “Sabes lo que significa este bolígrafo”. Ahí se despertaba de golpe.
Nunca había pertenecido a un grupo scout ni a ninguno parecido. De hecho los scouts le daban un poco de tirria. Cuando veía a uno por la calle le entraban unas enormes ganas de apalearle, pero no lo hacía porque tenía un sentido común tan grande como una catedral de Burgos. De hecho su sentido común era muy parecido a la catedral de Burgos. Detalle este muy comentado por todos: “Te has fijado que este niño tiene un sentido común muy parecido a la catedral de Burgos…” “Yo cuando estoy dentro de la catedral es como si estuviera en la cabeza del chaval…” Él era ajeno a todo eso. Solo le importaba que llegara el día.
Sólo le quedaban 10 para dejar de vivir en la ciudad. Después disfrutaría de unas merecidas vacaciones en una tienda de campaña. Samuel pensaba que si una tienda se llamaba como su paté favorito, tenía que ser una tienda superguay. Nada que ver con una tienda de ultramarinos o una de ropa. No. De campaña.
De hecho, dormir en una tienda era lo que más deseaba. Había oído tantas cosas buenas de dormir en el suelo, a veces dentro, a veces fuera mirando el cielo estrellado, que cada vez que miraba al techo de su habitación se enrabietaba y odiaba a sus padres por comprar esa casa tan pequeña y fea. Como su prima Enriqueta.
Los días iban pasando y las ganas de Samuel de que llegara el día 15 aumentaban cada minuto. Sus padres, que eran dos padres, no una madre y un padre como se acostumbra, le compraron todo lo imprescindible para disfrutar del campamento. Una mochila más grande que él, una cantimplora ya con agua, una linterna sin pilas, un chubasquero de papel, un saco de dormir y un aislante. O esterilla. Para unos aislante, para otros esterilla, para sus padres: “lo de dormir en el suelo”.
Samuel pasaba las mañanas, las tardes y las noches imaginando sus futuros días en el campamento. ¿Cómo serán mis compañeros?, se preguntaba. Deseaba tener el típico amigo tímido al que poder mandar, el aventurero echao palante, la chica guapa, un monitor cachondo, una monitora libertina que les enseñara educación sexual… ¿Y las actividades? ¿Jugarían a las olimpiadas? ¿Marchas de tres días por la montaña? ¿El río estaría frío o congelado?
Lo que más le disparaba la cabeza eran las actividades nocturnas al aire libre. Había oído decir a un compañero de clase que el año pasado, en un campamento en el pirineo, se pasaban las noches mirando estrellas. Tantas veían que lograron clasificarlas por bloques, figuras, tamaños y potencia de luz.
Su sueño, no podía ocultarlo, era dormir en una tienda de campaña, asomar la cabeza y ver el cielo, estar a ras de suelo, oler los pies de sus amigos. Y airear el saco por las mañanas… Para entrenar se compró una tienda iglú y todas las mañanas se iba al parque y se tumbaba dentro con sus aislante –o esterilla- extendiendo el saco de dormir para darle más realismo. Hasta que por fin, llegó el día. Excitado por el momento, casi no se despidió de sus padres siendo el primero en montar al autobús. También fue el primero en bajar y ver el campamento. Y por supuesto, también fue el primero en comprobar que allí no había tiendas de campaña por ningún sitio. Unas habitaciones en barracones guardaban unas literas incómodas orientadas a un techo carcomido. Tal fue la patada que dio a su mochila caída en el suelo, que se hizo un esguince. Fueron estas sus primeras estrellas…